sábado, 20 de noviembre de 2010

EXOPIÉLAGO

“Estimados
camaradas descendientes:
Cuando hurguen
la mierda petrificada
de hoy,
estudien
las tinieblas de nuestros días,
ustedes
tal vez
pregunten también por mí”.

VLADIMIR VLADIMIROVICH MAIAKOVSKI
(“A plena voz”)





TENÍA USTED RAZÓN, CAMARADA DENG XIAOPING, LO IMPORTANTE ERA CAZAR RATONES

He cabalgado llanuras de delirio
como una sombra errante que disparaba
sobre esquirlas de acero en un páramo de cristal pulido;
he recorrido todas las trincheras a este lado
de la batalla de siglos, la guerra del tiempo;
he amado con pálpito lascivo, con abnegación absoluta,
pieles y corazones y cerebros y miradas que languidecían;
me he entregado en sacrificio a los hombres y las cosas
del mundo, la espiral de lo ilusorio.
Y ahora que me he plantado sobre mis propios pies,
despojado de vestidos transitorios y trinchas de combate,
ahora que soy adorado por un solo fiel que gasta
varillas de incienso y besos luminosos,
ahora,
agonizo con la indiferencia con que se consume
un viejo dios terrible y olvidado.





BALADA GRIS

Sopla gris el viento de octubre.

Gris el cielo, gris mi alma,
grises las cosas
en amontonamientos grises.

Gris mi amor
con festones grises,
gris mi corazón y mi sangre gris,

grises los hombres
y las mujeres grises
en calles envueltas en gris.

Y en la nada polvorienta
tus ojos grises.





NOCHE DE LAS ISLAS

El gran Dios Blanco fornica con un cerdo
hincándole el semen metálico hasta las entrañas,
perforando divinamente sus esfínteres
hasta volverle los ojos transparentes
y la lengua verde.

Este infame dios de rebajas de enero, el dios
que impone su reinado gris, brutalmente apagado,
en estas islas perdidas en otro continente,
extendiéndose como la inmundicia o la resignación
por la ciudad alargada, gusanera de avalancha,
y de cambalache y de madrugadas hipócritas.

Anaqueles y mármoles para seguir de rodillas,
en esta nación sin ardientes batallas, ni héroes, ni fechas gloriosas,
con gentes sumergidas en latidos subterráneos,
enfrentados como perros por los despojos y las migajas,
embarrados en desventuras y tarjetas de crédito,
mientras sonreímos a los imbéciles que bajan de balcones como cloacas,
o suben a las tribunas infames, a los púlpitos lascivos.

Indiferentes a todo, sumisos o engreídos,
nada saben aún del guerrero que empuña palabras como cuchillos
y se ha ceñido al cinto su largo sable,
que se está levantando al alba fría,
el bárbaro instruido que no trae la paz
sino la espada.





NANA

Duerme el joven bárbaro
y la noche es inmensa.
Inmensos los sueños
y plenas las estrellas
que acompasan su destino.
Sirio, Canope, Alfa de Centauro,
Betelgeuse y Rigel en Orión,
Vega, Capela, Arturo,
Procyon, Alfa de Eridano.

Sus pequeñas manos de matar,
o de acariciar,
derrotadas por el sueño se entreabren.
Altair, Aldebarán en Tauro, Pólux en Géminis,
Antares y Alfa de Cisne, que llaman Deneb.

Duerme el joven bárbaro
y la noche es inmensa.
Inmensos los sueños
e inmenso su destino.
Todas las estrellas lo acunan,
y un viejo arrorró que suena,
con voz grave,
junto a su oído.





EL AMADO DE LOS DIOSES

Amado de los dioses que te han regalado sus dones,
incluida la pobreza para que te forjes como el iridio,
en tu cabello brilla el sol de mediodía:
son tus ojos esquirlas de turquesa.

Embellecido por el bálsamo de Afrodita,
como el barquero Faón serás amado por Safo:
tal es tu destino y estos tus regalos.

De tus dioses familiares has obtenido
unas piernas fuertes y unas manos poderosas
y, sobre todo, un cerebro despierto
que las dirija a ambas.

Pon tu mirada en el camino que sube al horizonte,
joven guerrero, pues todo por delante es tuyo:
la sonrisa, la batalla por transformar el mundo,
miles de libros, las muchachas y los almendros en flor.

Y una espada de acero
para los tiempos sombríos.





PLEAMAR

Naos sumergidas lánguidamente en inciertas orillas,
en un torbellino oceánico de lentas olas persistentes,
una llama blanca, una torre de humo,
el horizonte violentado.

Plomizo el viento azul cargado de agua y de salitre,
salada la proa, salada la brisa, saladas las cosas,
salada la sal en chimeneas de espuma,
en maderas podridas, en barcos hundidos
dentro de barcos que se hunden.

Un ave sola en un espacio sin perfil, abandonado,
en una geografía gris y sin tregua,
desencadenada sobre nuestro corazón
como una costa solitaria y sombría.

Alguien vendrá a estas islas como sombras de un naufragio,
y soplará en las velas rojas de la sangre, con furia,
con un bramido húmedo y feroz de sal y de lluvia.

No es nada la costa, nada la extensa playa dormida,
sólo la espera del mar cargado de tiempo,
de ballenas arponeadas, de medusas,
de esperanzas carcomidas;

sólo la arena de una república que nunca llega,
cercada por el océano como un muro terrible de gelatina.

Y el mar turbio meciéndose en los huesos.





PLEAISLA

Somos espectros abandonados con sigilo sobre la orilla,
en los días siempre blancos de un mar muerto interior,
donde no golpean las olas ni se quiebra la marea.

Gentes que llegaron abatidas a través del océano
para desembarcar en un tiempo uniforme y espeso,
las familias que no tenían apellidos ilustres,
ni pendones amarillos, ni blasones pálidos, ni jesuitas fríos.

Con paciencia humillada y compacta como común substancia,
frente a los dueños de la tierra y el agua, los bajeles fantasmas,
los piratas corroídos por el yodo y las mesas inaccesibles,
el enemigo,
con todos los vicios de los atridas y los sueños venenosos.

Náufragos de este malecón a la deriva,
de este país sumergido, un desvanecimiento de costumbres y razas,
una clepsidra rota que gotea resignación y miedo y resentimiento,
el pecho inundado de herrumbre en el pálpito y en los latidos.

Alguien vendrá a estas islas que se pudren en el tiempo,
como un rayo de luz largamente propagado.

Aquí nos quedamos desvencijados y heridos,
dispuestos,
acechando.





PLEAHOMBRE

Nos apiñamos mirando insistentemente desde la orilla,
sobre los tetrápodos de la autovía, paralizados,
pero ya está aquí, entre nosotros, sonriendo,
y le brillan los ojos como un arcoiris de acero.

Seguimos esperando su pelo revuelto,
sus formas de guerrero, la katana
y el collar de huesos y caracolas,
pero ya ha llegado y no le hemos reconocido.

Tiene un nombre vulgar y no cena en los tabernáculos,
pero ha llegado como una sanguinolenta flor de nuestra propia carne,
su sangre salada como los ocho mares.

Ha desembarcado desde el mar interior de esperma y de relente,
y nos mira con un deleite verde, con un fulgor opaco,
con una confianza en nosotros de la que carecemos.

Como una espada terrible se ha puesto en nuestras manos,
y llega para que le empuñemos, para que nos convirtamos
en un río de cuchillos, en un océano de alfanjes,
en un huracán de cimitarras.

Llega, este hombre,
para que crezcamos sobre el mar.





LA GENTE DEL MARGEN

Y entonces, los grandes engranajes,
las terribles ruedas dentadas,
ennegrecidas, se ponen a girar.
En cartabones de cemento se extiende la ciudad
junto a la costa. Los hombres vienen y van,
se apresuran en este bosque gris y sofocante,
atrapados en la rueda de los deseos.

Tu ejército espera acampado en los barrios periféricos,
en las barriadas polvorientas y hacinadas,
en las cuestas, en los parques destrozados,
en las esquinas adversas,
en el margen.

Respiran a medias, se encorvan como mulas,
sudan agobiados, escupen, tienen tos,
cambian pañales, se pintan, encienden el televisor.

Sangre de tu sangre, si escribieran su vida
en viejas libretas amarillas, sólo tendrían cuentas,
semáforos, ambulatorios,
pretéritas fotos en una caja de caramelos,
loza por fregar, velatorios, bautizos,
y un corazón desesperado.

La infinita soledad del hombre.





DESEMBARCO

Como una oceánica marea de azogue,
como mares llenándose de alcrebite,
el destino ha llegado, el tiempo del bienmesabe
y de los relámpagos persistentes que gotean
un alba gris y madrugadas coloradas,
bajando a la arena húmedo, silencioso, letal.

El día que esperabas, el día terrible está llegando,
con violentas tempestades y aguaceros de plomo,
disolviendo las mercaderías,
los márgenes comerciales, el agiotaje,
sobre piedras verdes que han tocado el tiempo
y solitarios malecones bañados por la sal,
en una costa turbia.

Entre el temporal y la luz cegadora,
entre caracolas y bodegas interiores y galerías crepusculares,
desciende en cierto océano, en cierta orilla, en cierto dique,
un ejército que sube de las sentinas del buque de la historia,
una multitud densa, nutrida de geografía silenciada
y estremecimiento.

Náufrago en estas islas, espero agonizando
entre viejos camaradas vestidos de banderas transitorias
y mujeres amadas y niñas entreabiertas
y barrancos de esperma,
con la sumergida lentitud con que me hieren afiladas
tus siete estrellas en el corazón.





ACECHANZA

Nos extendemos sobre las ciudades como una horda maravillada,
con el corazón extasiado ante su maquinaria de humo;
nos apoderamos de sus edificios
como una ascendente espuma de hierro, y como el oligisto
corroemos sus cimientos, los remaches plateados,
los símbolos inconmovibles, las gárgolas dominantes.

Arrastramos con nosotros el polvo de las laderas,
la humedad sombría de los barrancos,
un cierto gesto intransigente,
la sobriedad de los desarrapados.

Y esperamos. Esperamos pacientemente que gire el universo,
que los dioses envíen a sus augures,
que llegue, de entre nosotros,
aquél que nos llame a romper las amarras,
aquél cuyas palabras nos despierten el corazón,
que nos diga, justamente, lo que necesitamos oír,
y no otra cosa.

En el arcén de la autovía de la historia, esperamos.
Esperamos para quitarnos estas ropas, estos modales,
el frío del alba, el sí señor, el qué le vamos a hacer,
el hollín azulado, la resignación amarilla, el olvido malva,
la sumisión gris
y el miedo.

Esperamos, pacientemente,
el toque de a degüello.





PROMETEO

"Mi alma arde en pura llama roja"
(ALONSO QUESADA)

Cuántas veces has circulado por mis venas, amarga y espesa,
cuántas veces ha centelleado mi corazón en el instante púrpura,
cuántas veces, amor, has sido almizcle solitario
o la fragancia del mundo.

Arrebatada y triste, como una enredadera solitaria
has acompañado en la noche a este niño solo perdido en lamentos,
hemos caminado juntos por túneles desconocidos
llenos de ojos nocturnos,
nos hemos sumergido en tinieblas húmedas
y quemaduras de ámbar.

Mi alma se funde con la tuya de forma compacta y sagrada,
como las vetas del ébano de Makasar,
se desboca en tu boca y en tu risa resbala,
se vuelve fuego y luz y alegría,
crece más allá de los ladrillos del planeta
y de la eclíptica,
se vierte en ciertas cosas oscuras y salvajes.

Y tú que te abrazas a mi corazón
como a una roca vieja y calcinada.





IGUIDA IGUAN IDAFE

Son sagradas para nosotros las montañas,
y tras las montañas sólo hay el Gran Vacío.
Sobre estas tierras, a través del océano,
volando en la voz del siroco y la calima,
nos pusieron los dioses rapaces y luego nos olvidaron.

Ahora vivimos con el énfasis de la gasolina,
detrás de muros fríos en ciudades de espanto;
intentamos poblar de visitantes nuestros sueños inhabitados,
nos unimos como si tal cosa al bramido de la gente,
caminamos con pies, con ojos, con gafas, con zapatos,
sobre aceras rotas, por calles derretidas y sin recuerdo,
entre imbéciles que se creen agentes del orden,
mandados por corifeos que tornan trascendentales
y adoptan la mirada distante de los escribas persas.

Y aguantamos estoicamente al rebaño semanal
que nos llena las laderas de latas y basura de los hangares,
los adocenados comedores de mierda, los rostros pálidos
que necesitan de máquinas para sentirse fuertes.

Un gesto esperamos, una señal,
una mirada que nos ate a tu destino,
nosotros, que en el alma llevamos
los mil rojos de los montes de Ahaggar.





ESPEJO

Cuando cae el sol en la plenitud del mediodía
sobre el paralítico apostado en una esquina,
cuando el calor abrasa al toxicómano que suda
y a la mujer que vuelve de la compra cargada de verduras
y aceite, y café, y tetrabriks y polvos para la lavadora,
cuando cae el sol a plomo sin el alivio del alisio,
cuando el sudor se vuelve pegajoso
y la vista turbia, y la ciudad intransitable
y la gente hostil, y el asfalto viscoso y el aire líquido,
entonces
el joven bárbaro
brilla desde su mirada oscura, se despoja
de su ropa como de la civilización, capa tras capa
sobre la hierba roja,
y resplandece a la sombra su cuerpo desnudo,
sopla un viento helado que circunda su piel y gira
el Universo
en torno a su sonrisa.





NAMU AMIDA BUTSU

Cuando el Iluminado caminaba en este mundo
luchaban los hombres contra los hombres.
Reinaba el hambre dura y escuálida
sobre las planicies grises
al lado de cubiertos de oro y mansiones de inmundicia.

Silban los trenes ahora en otros continentes,
con naves plateadas que cruzan el vacío,
el frío del espacio que penetra hasta los huesos,
los motores atómicos zumbando suavemente.
Qué lejos está la estación de tránsito,
qué lejos los planetas verdes de atmósferas azules.

Y aquí seguimos atrapados en la rueda de los deseos,
maravillados, desesperados, cansinos,
sordos, ciegos,
esperando
de cara al mar
junto a las costas de Salamina.





EXOPIÉLAGO

El combatiente curtido con el corazón en la boca
se ha metido en una trampa,
ha sido maldecido con una condenación oscura:
ninguna mano acude a sostenerle ahora,
convertido en un extraño entre extraños,
varado en una pleamar seca y solitaria.

La ruina le alcanza y le devora,
despreciado por los dioses blancos
que desembarcaron en estas playas sedientas
antes de que las islas se sumergieran.
Fija la mirada en el lavamanos se pregunta
cuanto ha perdido, mientras el viejo dolor sigue fluyendo.

Ya nunca habrá para él puertas abiertas,
ni invitaciones doradas a la mesa de los hombres poderosos,
pero los niños siguen jugando y creciendo,
y sueñan. Ni una caricia, ni una idea, ni un beso,
ni una mirada se habrán perdido.
Quedarán a la deriva para los buceadores del futuro,
que excavarán en nuestras derrotas y hallarán sufrimiento,
y verdades equivocadas, y sollozos, y disputas.

Le obligaron a ser salvaje para ser libre,
solo entre las multitudes de un siglo atroz,
uno más de una generación desconcertada
que aún no ha podido probar su valía.

Su nombre se pierde con los años
en el mismo limbo en que amarillea su cara ya olvidada:
remoto de estas gentes está en otra parte,
perdido en los jardines del futuro, con una espada,
sombrío.





SOBRE NUESTROS ESCUDOS

Hubo un tiempo en que pudimos haber llegado al tiempo.
Ahora los augures sacan beneficio de cada profecía
y en los desiertos del corazón yacen
las flores en el pelo, el guirre, Ho-Chi-Minh.
Hicimos lo que no debíamos haber hecho:
solo nuestra generación conoce el precio que pagamos.

El viento sopla en contra y las cosas amadas se pudren,
y nosotros aparentamos disfrutar del amor, el ron y el ruido.
Dialécticos y extraños, aún sentimos magua por Cartago,
que un día fue alegre y poderosa.
Las olas siguen batiendo los malecones
y los hombres importantes
exhiben los velos y el vello púbico de las prostitutas del templo,
mientras un funcionario interino escribe
números que no le gustan en impresos amarillos,
anclado a una oficina gris en una ciudad infecta.

Lo que no tenía que haber pasado ocurrió,
llenando el presente de acechanzas y damnificados.
En otra parte hubiésemos hecho otras cosas,
hubiéramos tomado medidas para vigilar nuestra impaciencia.
Pero estamos amarrados a esta tierra
con pesadas cadenas amargas.
Los camaradas que luchamos juntos, y corrimos juntos
y nos abrazábamos,
hemos partido atrapados por nuestro maelström interior,
cada uno hacia nuestra propia equivocación,
en la siniestra dirección de algún conflicto local o íntimo.
No quedan pues amigos para traicionar:
solo los institutos donde aprendimos a mentir
y donde nadie nos habló de nuestros padres y nuestra lengua.

La ciudad nos acoge como si fuéramos lobos solitarios,
y nosotros nos acurrucamos como niños maltratados:
viendo como otros paladean mundos de triunfo
rumiamos amores perdidos en especulaciones abstractas.
En nuestra juventud de héroes
pasábamos por alto todo, pero no a todos,
ni siquiera a los que se quedaron a mitad de camino
para instalarse en sus propias batallas domésticas
o se apartaron a un lado para ser absurdamente valerosos.
Los espejos devuelven imágenes odiosas
del pantano hediondo en que han varado las islas.
Resistimos con el pelo revuelto anunciando canas
mientras los adolescentes aprenden ahora los siete pecados capitales.

El círculo perfecto del tiempo se traza sobre piedra:
dado que los cerdos se han transformado de nuevo en hombres
podemos regresar por fin a casa, supurantes,
sobre nuestros escudos.





DEAMBULANDO POR EL BARRIO COLONIAL

“Nada de lo humano me es ajeno”, recuerdo
siguiendo el camino de las criadas por las calles estrechas
sobre las que reina una soledad artificial y escuálida,
un cielo como de plomo con desgarraduras de esterlicias.
Hubo una época en que escribía caracteres tifinagh
en las inmaculadas paredes blancas y la piedra gris,
ungiendo con mi linfa la vacuidad de las islas.
Sobre estas largas piernas endurecidas marché
soportando una creencia que me llenaba de aflicción
porque desvelaba implacable las veladuras del mundo.
En estas mismas esquinas me miraban las mujeres amadas
buscando piedras rituales y una torre inconmovible,
pero solo hallaban un poeta errático
venido a la ciudad de los hombres
para incendiar este lugar arbitrario
rodeado de alambradas sociales y centinelas del orden,
un niño vulnerable que amaba a Harún al-Rasid.
Arrancaban entonces mi corazón aún palpitante y volvían
a la multitud de gente ordinaria y decente,
mientras este paseante solitario hablaba a voz en grito
de un mundo en que los hombres fueran amables
y sollozaba porque otras personas sollozaban.

Me gustan, no obstante, los frescos patios interiores,
las hermosas casas y palacios de los depredadores,
a pesar de la chatarra metálica aparcada en los garajes.
Paso arrastrando los pies junto a una vieja catedral
en la que entra y sale gente que nunca pregunta
que se traen entre manos los dueños de su destino.
Estas cosas no pueden atraparme, ni me desvían de la certeza
de que se puede vivir sin amor, pero no sin el agua potable
de la ciudad donde reina el largo brazo de la ley.

Acostumbrados al pavor religioso, mi gente se arrodillaba
ante los habitantes de estas viejas paredes.
Careciendo de los medios para enterarse de qué pasaba realmente
se revolvían incómodos en la basura en que los sentidos basan la fe.
En cambio algunos privilegiados tuvimos acceso a espúreas lecturas
que dieron cauce a la profunda violencia que vivía en nosotros:
ya no tememos a los dioses, ni a los espíritus, ni a los hombres,
ni siquiera a los muy malvados y poseídos de sí mismos.
Es éste un suburbio en decadencia en un territorio desolado
del que he intentado deshacerme sabiendo que no había ayuda.
Zeus está con los fuertes: los grandes no pueden ser molestados,
ni siquiera por la visión del Sherwood de mi culto secreto.

Abandonados en este laberinto de oropeles y penitencias
todos deben llevar sus propias caras puestas, echar fechillos,
defender el territorio, el status,
los edificios construidos con el mortero de la sangre,
aquello que nunca me interesó y por lo que jamás lucharé.
Mis antepasados eran sus súbditos, campesinos baratos,
y yo no puedo ocasionarles más que inquietud y desagrado:
un maoísta escarranchado en sus moquetas
interponiéndose ante ellos
en el paso de las Termópilas.





OUTSIDER

Adquiriste una deuda con la sangre que circula en tu sangre
y ha dado forma al curso de tus días, aunque no lo sepas.
La banca gana siempre en esta apuesta,
amenazando con borrarte,
mientras te preguntas cuanto tiempo te queda
antes de que den con tus huellas y derriben tu puerta,
implacables, feroces, para ningunearte,
para encerrarte en el arcón del olvido,
rindiendo culto en sus selectas capillas a un dios nauseabundo.
Todo lo que has hecho a nadie importa,
y cualquier medio para dejarte fuera les parece lícito;
como cirujanos cortan el cordón umbilical
que te une al alma de los hombres;
como rastreadores amenazantes
te cazan como a una fiera acorralada y triste.
Después se comen tu corazón
con la espesa salsa de la indiferencia,
y se felicitan por no haberte dejado pasar sus extrañas fronteras.
Una palabra, un simple gesto, y no habrás existido nunca.
Confinado en una celda hecha de manuscritos rechazados,
alzan a tu alrededor espesos muros de silencio inerte.

Te reconozco, hermano,
porque también nadan en tinta mis glóbulos rojos,
también soporto actitudes hoscas y desprecios densos,
páginas confinadas en el desierto de las tinieblas exteriores,
donde deambulamos como fantasmas intraducibles y ciegos,
ateridos.





DE DERROTA EN DERROTA HASTA LA VICTORIA FINAL

Atrapado en el samsara, nada tengo que ofrecerte.
En mi existencia hay noches que nos separan
o simplemente no existen, y barrancos silenciosos
y caminos oscuros y jardines cerrados.
Canto lentamente tus besos desbordados
y el millo puesto a secar,
el olor agrio de los barrios periféricos
y el fulgor de los jóvenes insurgentes.

Te abrazo sin conocerte y me abro a ti como una flor mojada
derramando sobre el papel la emanación del viento masculino
para que forjes las herramientas de lo verde y la ternura.

Verás frente a mi puerta sólo hondas derrotas,
charcos de miel y un resumen rojo
impregnado de sombras ausentes y movimientos herrumbrentos.

Hacia mi soledad suben las señales de una confusa ambrosía,
deshojando hebra tras hebra las constelaciones del futuro,
amarrado desnudo al temblor de tu herida indomable.

Sin dormir con mis sueños todavía,
haces crecer la esperanza como un árbol
con raíces escondidas entre el humo y los albañiles.

De estos naufragios desdichados se elevan gaviotas
empapadas en substancias submarinas,
mientras en las calles los miserables
se imponen a la muchedumbre triturada,
bendecidos por sacerdotes ebrios y efigies vengativas
desde cubiles saturados de hadas malvadas
y reyes retorcidos.

La pústula de los tribunales y los sátrapas del aluminio
serán barridos por la tormenta que domina tu espada
el día que digas basta y hagas un gesto definitivo.

No busques vino en mis palabras, ni semillas de adormidera
ni estrofas sin sentido.

Cuando llegue el momento del agua y los martillos
yo ya no estaré contigo.

Nada tengo que ofrecerte:
cumple, pues, con tu destino.



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